
Las campanas de la Catedral todavía no habían terminado de sonar cuando el país ya tenía su postal del 25 de Mayo: un Presidente que no saluda, una Vicepresidenta aislada, un jefe de Gobierno con la mano en el aire y un arzobispo hablando de amor,b unidad y diálogo como si eso tuviera algo que ver con lo que pasaba delante suyo.
A las 9 de la mañana comenzó el Tedeum. Tradición republicana, dirán. Ceremonia religiosa en pleno siglo XXI, afirmarán otros. Escenografía de una grieta cada vez más protocolar, contestarían los más atentos. El Presidente Javier Milei llegó con su habitual comitiva de creyentes: su hermana Karina, varios ministros y esa devoción mística por caminar los 300 metros desde la Casa Rosada como si fuera una procesión laica. A Villarruel no la esperó. A Jorge Macri, directamente lo esquivó.El apretón de manos negado al jefe de Gobierno porteño fue tan elocuente como cualquier discurso.
Y el silencio glacial con su propia vicepresidenta, un himno nacional sin música. Mientras tanto, en la primera fila de la Catedral, el arzobispo Jorge García Cuerva invocaba a los santos, al diálogo y a la «cultura del encuentro». Lo hacía, eso sí, con un lenguaje que requería más milagros que fe.
“Tenemos necesidad de frenar el odio”, dijo el prelado, con la entereza de quien sabe que está predicando en tierra árida. Lo escuchaban, estoicamente, los mismos que —minutos antes— habían protagonizado una escena digna del Congreso de Viena, pero sin vals ni diplomacia. Difamación en redes sociales, pidió evitar. A lo que probablemente algún asesor presidencial habrá susurrado: “Que primero le diga eso a Elon Musk”.
La homilía avanzó entre referencias a la exclusión, el narcotráfico, la pobreza, los jubilados que no pueden pagar los remedios y las madres que ya no saben qué hacer con sus hijos. Fue un catálogo de heridas sociales que solo podría ignorar alguien con el volumen del celular muy alto… o el corazón demasiado blindado. El detalle: nadie se dio por aludido. Desde su banca improvisada, el Presidente observaba con gesto severo. Tal vez pensaba en cómo licuar el sermón con tasas negativas. O quizás calculaba cuántos puntos de superávit fiscal se esfuman cada vez que un jubilado exige comer. A su lado, Karina miraba con recogimiento. La Vicepresidenta, por su parte, parecía más sola que la patria fiscalizada.
No hubo cruces de palabras, ni siquiera después de la misa. La cultura del encuentro quedó en el púlpito. Afuera, la ciudad seguía igual que siempre: con inflación, con piquetes, con discursos encendidos y abrazos racionados.
Años atrás, en el mismo lugar, un tal Jorge Bergoglio —cuando todavía no era trending topic celestial— decía cosas similares. Hoy, con su nombre apenas recordado como prólogo fúnebre, García Cuerva intentó mantener esa llama encendida. Pero entre tanto silencio incómodo, tanto gesto helado, tanto protocolo hueco, la fe parece haber quedado sola, esperando en la sacristía.