
“Es hora de decir Adiós. Sino, nunca lo será. Siempre habrá una excusa, una
postergación, una coartada, una justificación, una estrategia. Por eso decido que ya es
hora. Porque es una decisión. No es algo que me nace ni, mucho menos, algo que me
sea fácil sostener. Es un trabajo y va a costarme. Pero lo decidí.
Lo decidí y lo escribo en el mismo bar donde hace (¿cinco?) años hablamos, llorando,
de cómo nos costaba definirnos, llorando y discutiendo una tarde de temporal, una tarde
en la que la impotencia rompió la birome que nos había prestado el mozo: una tarde en
la que claramente se anticipaba el final, el llanto mayor y desbordado y también el
enojo, mientras diluviaba sobre Buenos Aires.
Quizá es un buen lugar para rubricar esta decisión, tantos años después ¿Cinco? Sí, soy
lenta para lo que no me gusta…
Así que decido decirte Adiós. El último día del anteúltimo mes del año, un domingo en
el que también llueve, en la mesa de enfrente de aquella, que quizá sea la misma, ¿quién
sabe cómo las acomodan cada día?
Y decido despedirte y despedirme de la melancólica, la víctima, la Penélope que, en vez
de tejer, escribe, y de la que en vez de andenes usa bares.
¿Te das cuenta de que Penélope pudo haber tejido cientos de pulóveres si no hubiera
tejido y destejido tanto…? Yo también. Hace años que me enredo en mi insatisfacción y
en tu espera.
Se acabó. Voy a tejer una manta que caliente a los que amo y que me abrigue en vez de
quedar desnuda y despojada bajo la tempestad.”
Este relato lo encontré once años después de haberlo escrito y descubrí, una vez más,
que las pasiones arrastran. Como dice Dante en su Divina Comedia cuando habla de
esto:
“El tornado infernal, que nunca amaina,
arrastra a los espíritus con fuerza:
girándolos, golpeándolos los daña.
(…)
Me di cuenta de que esa es la tortura
dada a los pecadores de la carne,
que la razón someten al instinto. (vv. 31-33 y 37-39).
El “tornado infernal” me arrastró varios años más, más allá de mi “decisión”.
Por algo antiguamente se pensaba en la pasión de amor como si se tratara de una
enfermedad. Uno piensa, decide, actúa, escribe, resuelve… pero la evolución de ese
estado tiene algo que es ajeno a la voluntad, que se impone, casi como en el modelo
médico de la enfermedad virósica donde hay un agente patógeno, el que genera la
afectación en un organismo ya vulnerable.
Y ese virus que, ingenuamente, uno cree poder conjurar con palabras, con
determinación…, puede seguir, evidente o guardado, dentro de uno. A veces queda tan
silente que parece que se fue, pero sigue colonizando a la víctima y algo (una película,
un lugar, una foto, un recuerdo) iluminan su presencia como un reflector sobre un
personaje único en un escenario vacío de un teatro que parece cerrado hace años: por
fuera, las cadenas traban su entrada y las paredes están enmohecidas y agrietadas; los
carteles, rotos; la entrada, sucia… Adentro, sin embargo, nunca se interrumpieron las
funciones y el teatro está como en sus mejores días: iluminado, calefaccionado, cuidado,
con una acústica impecable que permite hasta registrar ese tono de voz y esas
inflexiones del actor que uno creía perdidas para siempre. Y ahí, nuevamente, se asiste a
la representación, la nostalgia, al decirse: “¿No era que esto ya se me había pasado…?”
No digo que la voluntad sea inútil: digo que es insuficiente.
Pero un día, finalmente, el escenario queda vacío. No más representaciones. No más
lágrimas ni aplausos. El teatro está definitivamente herrumbrado y el aire, afuera,
limpio. Se respira mejor. Se camina más firme. Se abandonó el tejido…
Pero, ¡cuidado!: es el momento en el que es mayor que nunca el riesgo de volver a
enamorarse.
Hasta la próxima…
Alighieri, D. (2021). Divina Comedia. Volumen I. Infierno. Edición bilingüe.
Traducción, notas, comentarios e introducción: Claudia Fernández Speier. Bs. As.:
Ediciones Colihue.