
A Santiago no lo empujaron por las escaleras, no lo dejaron sin almuerzo, ni le escondieron la mochila. Le hicieron algo más sofisticado: lo cercaron con palabras, lo aislaron con consignas, lo hostigaron por pensar distinto. Peor aún: lo dejaron solo ante la mirada cómplice de un aula donde el silencio docente fue más ruidoso que cualquier grito.
Ahí está el dato incómodo, el que la militancia de guardapolvo blanco no quiere escuchar. El problema no es que un alumno piense como Milei, Macri o Montesquieu. El problema es que, en muchas escuelas, pensar fuera del manual oficial es motivo suficiente para ser señalado, marginado o corregido. Como si la pluralidad de ideas fuera un sacrilegio. Como si la escuela fuera un campo de adoctrinamiento emocional, donde la crítica debe pasar primero por el tamiz del relato.
Santiago se animó a denunciar. Lo recibió el Ministerio de Capital Humano, se reunió con funcionarios nacionales y encendió, sin quererlo, una alarma moral: ¿desde cuándo disentir es un acto de valentía en un espacio que debería enseñar a pensar libremente?
Hay algo profundamente retorcido en la idea de que un chico deba elegir entre callarse o ser perseguido. Como diría Kant, la educación es el medio por el cual el ser humano deja su estado de minoría de edad intelectual. Pero si esa educación impone dogmas, más que emancipar, somete. Y el kirchnerismo supo muy bien colonizar ese territorio: banderas, canciones, efemérides con militantes, próceres devenidos en remeras, y docentes que confunden pedagogía con panfleto.
Mientras tanto, el progresismo académico se rasga las vestiduras hablando de «formación crítica». Claro, crítica, pero siempre que sea contra el liberalismo, el mercado o la Constitución. Porque si el alumno osa citar a Hayek o rechazar una consigna partidaria, entonces no es un joven curioso, sino “un peligro para la convivencia escolar”.
Desde el punto de vista jurídico, el artículo 14 de la Constitución Nacional garantiza la libertad de expresión. El derecho a disentir, a manifestar ideas, a no comulgar con la liturgia del poder de turno. Pero en ciertos pasillos escolares parece que esa garantía tiene letra chica: rige solo para los que marchan con la pechera celeste y blanca del “Estado presente”.
La verdadera enseñanza ocurre cuando el alumno se siente libre para pensar sin miedo. Cuando se respeta la diversidad ideológica como un valor, no como un obstáculo. Todo lo demás —el discurso uniformado, el silencio cómplice, el “vos no entendés porque sos de derecha”— es simplemente una pedagogía del encierro. O peor: de la obediencia.
Hoy Santiago tiene un nombre. Mañana puede ser cualquiera. Porque cuando el aula se convierte en trinchera, los que pierden no son los partidos políticos: pierde la educación, pierde la democracia, pierde el país.