
En un tiempo donde las fronteras entre lo espiritual y lo secular parecen desdibujarse con preocupante frecuencia, emerge un caso que interpela directamente la coherencia del ministerio sacerdotal y la correcta comprensión de la fe.
La reciente polémica en torno a las declaraciones del Padre Paco, quien afirmó categóricamente que «Jesucristo burló todas las leyes» —tal como fuera destacado por el artículo de El Censor—, no es un mero incidente aislado. Más bien, actúa como un potente catalizador para una reflexión profunda sobre la esencia de la ley divina, la identidad del presbítero en la Iglesia Católica y la peligrosa amalgama entre la verdad revelada y las ideologías políticas partidarias.
Esta afirmación, que a primera vista podría parecer una interpretación audaz, encierra en sí misma una herejía de graves proporciones, al tergiversar la figura de Cristo y la naturaleza misma de su misión redentora. Nos obliga a mirar con lupa la incompatibilidad teológica y pastoral que representa la militancia activa y definida de un presbítero en un partido político concreto. La vocación sacerdotal, por su propia naturaleza, llama a una universalidad de servicio y a una fidelidad inquebrantable al Evangelio, que trasciende y, en ocasiones, colisiona con las adhesiones partidarias.
¿Puede un ministro de Cristo ser simultáneamente un militante de una facción ideológica sin menoscabar su misión de ser alter Christus para todos, sin excepción?
La sabiduría de Cristo, plasmada en su célebre admonición de «dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22,21), se presenta aquí no solo como un principio de sana distinción, sino como una piedra angular para discernir el camino de la Iglesia en el mundo. Es esta enseñanza la que nos guiará en el presente análisis, buscando desenmarañar las implicaciones teológicas y filosóficas de una fe que se pretende instrumentalizar para fines ajenos a su esencia divina, y una vocación que corre el riesgo de perder su universalidad al abrazar banderas ideológicas.
La afirmación de que «Jesucristo burló todas las leyes» revela una profunda incomprensión de la Soteriología y la Cristología católicas, confluyendo en una concepción errada de la Ley misma. Lejos de ser un subversor de la norma, Jesús de Nazaret se presenta en las Sagradas Escrituras como su plenitud y cumplimiento. El Evangelio de Mateo es taxativo: «No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Este versículo capital no es una licencia para la anarquía o el relativismo moral, sino una clave hermenéutica para entender la relación entre la Antigua y la Nueva Alianza.
El Catecismo de la Iglesia Católica clarifica que Jesús «no abolió la ley moral en su exigencia radical, sino que la reveló en su integridad» (CIC, n. 1968). La Ley, para la tradición judío-cristiana, no es primariamente un conjunto de prohibiciones arbitrarias, sino una manifestación de la voluntad divina que busca la salvación y la realización plena del ser humano. San Pablo, aunque crítico con el legalismo farisaico, no desprecia la Ley, sino que la sitúa en su justo lugar: «La ley es santa, y el mandamiento es santo, justo y bueno» (Rm 7,12). La crítica de Jesús a los fariseos no radicaba en un desprecio por la Ley mosaica, sino en la hipocresía y la instrumentalización de la misma, transformándola en una carga vacía de amor y misericordia. Él vino a restaurar su espíritu, a inscribirla en los corazones, no a derogarla (cf. Jer 31,33).
Por tanto, atribuir a Cristo la acción de «burlar las leyes» no solo es teológicamente infundado, sino que implica una caricaturización de su misión. Jesús vino a cumplir la justicia divina, a redimir al hombre del pecado que sí burla la Ley de Dios, y a inaugurar una nueva alianza basada en el amor, que es la lex nova. Este amor, lejos de anular la Ley, la perfecciona y la eleva a su máxima expresión, como bien señala Santo Tomás de Aquino al afirmar que «el amor es la plenitud de la ley» (Summa Theologica, I-II, q. 97, a. 5). La concepción de un Cristo que «burló» las leyes es, por tanto, una proyección ideológica que busca justificar la desobediencia o la transgresión bajo un manto pseudo-religioso, desvirtuando la esencia misma del Evangelio.
La identidad del presbítero en la Iglesia Católica no es la de un mero funcionario religioso, sino la de un configurado con Cristo, in persona Christi Capitis (en la persona de Cristo Cabeza). La exhortación apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis de San Juan Pablo II (1992) subraya que «el presbítero participa, a su nivel, en la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su Cuerpo» (n. 15). Esta participación trasciende cualquier adhesión ideológica o política particular, pues el sacerdote es, ante todo, un servidor de la unidad y un puente entre Dios y los
hombres.
La misión del sacerdote es universal. Él está llamado a ser pastor de todos los fieles, sin distinción de credo político, extracción social o inclinación ideológica. Su púlpito no es una tribuna partidaria, sino el lugar desde donde se anuncia el Evangelio en su plenitud. El Concilio Vaticano II, en el Decreto Presbyterorum Ordinis sobre el ministerio y vida de los presbíteros, afirma que «ellos están al servicio del Pueblo de Dios, en la doble función de educadores de la fe y de animadores del apostolado de los fieles» (n. 6). Esta función se vería gravemente comprometida si el sacerdote asumiera una militancia política partidaria definida.
La incoherencia radica en que la militancia partidaria implica inherentemente una adhesión a una visión particular y a menudo divisoria de la sociedad. Un partido político busca el poder para implementar su ideología, lo cual genera naturalmente oposiciones y fragmentaciones.
Si un presbítero se alinea con un partido específico, corre el riesgo de alienar a aquellos fieles que no comparten esa ideología, impidiendo así su misión de ser un referente espiritual para la totalidad de la comunidad. Su autoridad moral y pastoral se vería disminuida al ser percibido no como un ministro de Cristo para todos, sino como un agente de una facción. El sacerdote debe ser un factor de unidad, no de división; su carisma es el de reconciliar, no el de polarizar. La universalidad de su consagración exige una distancia prudencial de las contiendas partidarias que, por su propia naturaleza, buscan diferenciar y, en ocasiones, contraponer a unos ciudadanos con otros.
La perícopa evangélica de Mateo 22,21, donde Jesús responde a la capciosa pregunta sobre el tributo al César, es una de las formulaciones más lúcidas sobre la relación entre la autoridad temporal y la espiritual. «Dad, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Esta enseñanza, lejos de ser una mera máxima de pragmatismo político, establece una fundamental distinción de esferas. No se trata de una separación absoluta, sino de una correcta jerarquización. La esfera del César (el ámbito político, social, económico) posee su legitimidad y autonomía, pero siempre subordinada, en última instancia, a la esfera de Dios (el ámbito de la conciencia, la moral, la trascendencia).
La Iglesia, a través de su Doctrina Social, ha desarrollado ampliamente este principio. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004) señala que la Iglesia, si bien «reconoce la autonomía legítima de la realidad temporal» (n. 49), al mismo tiempo «no se encierra en una tarea exclusivamente religiosa» (n. 69). Su misión es evangelizadora, y en esa medida, ilumina la conciencia de los fieles para que actúen conforme a los principios evangélicos en el ámbito público.
Sin embargo, el papel del sacerdote en esta dinámica es crucialmente distinto al del laico. Mientras que los laicos están llamados a santificar el mundo desde dentro, transformando las estructuras temporales con el espíritu evangélico (cf. Lumen Gentium, n. 31), el sacerdote tiene como función principal la santificación y la dirección espiritual. Su intervención en lo temporal debe ser de orden moral y doctrinal, no de militancia partidaria. Él forma la conciencia, no prescribe el voto por un partido concreto. El peligro de desdibujar esta distinción es la instrumentalización de lo sagrado para fines profanos, o la reducción del mensaje evangélico a una mera ideología política. Cuando un presbítero asume públicamente la bandera de un partido, corre el riesgo de convertir el «César» en un ídolo al que se le rinde más que lo que le es debido, diluyendo así lo que es de Dios y la misión de la Iglesia en las pugnas mundanas. La libertad cristiana exige que la conciencia sea formada por la verdad, no por las consignas de una facción.
La controversia generada por las palabras del Padre Paco, al proclamar un Jesús que «burla las leyes», no es una simple anécdota. Se erige como una advertencia aguda contra la seducción de las ideologías que pretenden moldear a Cristo a su imagen y semejanza, en lugar de someterse a la verdad revelada. Esta distorsión no solo es una herejía teológica, sino una profunda traición a la universalidad del Evangelio y a la misión que el sacerdote está llamado a encarnar. Reducir la figura de Jesús a un mero revolucionario político o a un estandarte de una causa partidaria específica es vaciar de contenido su divinidad y su mensaje redentor, cosificándolo para fines seculares.
La Iglesia Católica, lejos de ser apática ante las realidades del mundo, ha sido y es una incansable promotora de la paz y la justicia social. Su compromiso se manifiesta en su vasta Doctrina Social, que desde la Rerum Novarum (León XIII, 1891) hasta la Fratelli Tutti (Francisco, 2020), ha ofrecido principios sólidos para la construcción de una sociedad más humana y equitativa. Sin embargo, esta lucha se libra con las armas del Evangelio: la caridad, la verdad, el diálogo y la búsqueda de la conversión de los corazones, no con la violencia, la polarización o las tácticas propias de los fanáticos militantes de partidos políticos. La misión de la Iglesia no es la conquista del poder temporal para sí o para una facción, sino la evangelización de la cultura y la formación de conciencias para que actúen conforme a la ley de Dios.
Cuando un presbítero, configurado con Cristo Cabeza, asume la militancia partidaria, no solo compromete su autoridad pastoral y su capacidad de ser un padre espiritual para todos, sino que también oscurece el mensaje de la Iglesia. Convierte el púlpito en una tribuna política, la Eucaristía en un acto ideológico, y la figura del sacerdote en un mero agitador. La distinción evangélica de «dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22,21) no es una invitación a la pasividad, sino un llamado a la coherencia. Exige que el servicio a Dios se mantenga incontaminado por las agendas terrenales que, por su propia naturaleza, son parciales y transitorias.
En definitiva, la Iglesia necesita sacerdotes que sean faros de unidad y de verdad, no agentes de división ideológica. La fidelidad a Cristo y a su Evangelio demanda una trascendencia de las pasiones políticas que, aunque legítimas para los laicos en su ámbito propio, son ajenas a la esencia del ministerio ordenado. Solo así, libre de ataduras mundanas, podrá la Iglesia seguir siendo el sacramento de salvación para el mundo, ofreciendo la verdadera paz que brota de la justicia y el amor divino, sin distorsiones ni compromisos con ideologías que desdibujan la faz de Cristo.