
Las inundaciones que golpearon Bahía Blanca este mes, con 16 muertos, más de 1,450 evacuados y pérdidas por 400 mil millones de pesos, han reavivado el debate sobre el rol del Estado. Un ex funcionario de Bragado, hoy penalista y cercano al radicalismo de Lousteau, salió a defenderlo: «El estado se puede reducir, lo que puede ni debe es desaparecer. Si un estado, las víctimas de la tragedia de Bahía Blanca estarían a su suerte. Fue el estado a través de la UTN y del CONICET los que advirtieron que esto podría pasar, no fue el mercado.»
Pero su argumento no solo se tambalea: cae en una trampa lógica conocida como la «falacia del nirvana», y los hechos lo desmienten. La falacia del nirvana consiste en comparar un mundo idealizado —en este caso, un Estado perfecto que advierte y protege— con una realidad imperfecta sin él, ignorando que el Estado real está lejos de ser ese salvador soñado. El penalista pinta un cuadro idílico: CONICET y UTN alertaron sobre los riesgos de la cuenca del Napostá desde 2012, y sin ese Estado, dice, estaríamos perdidos. Pero la pregunta es obvia: si el Estado era tan esencial, ¿por qué Bahía Blanca quedó bajo agua en 2025? ¿Dónde estaban las obras de drenaje, los diques, el mantenimiento de canales que esas advertencias exigían?
La respuesta es cruel: en 13 años, el Estado no hizo nada efectivo. Cayeron 400 mm en horas y la ciudad colapsó. El Hospital Penna evacuó bebés entre inundaciones, dos nenas desaparecieron en la ruta 3, y barrios enteros quedaron inhabitables. Mientras el intendente Susbielles pedía calma y el gobernador Kicillof llegaba tarde con promesas, fueron los vecinos, las ONGs y las donaciones privadas —el «mercado» que el ex funcionario desprecia— los que trajeron las primeras lanchas, frazadas y comida. El Estado real, no el de la fantasía, falló estrepitosamente. El comentario del penalista no solo exagera las virtudes del Estado; ignora que ese mismo Estado, con sus impuestos y burocracia, asfixia las soluciones que podrían surgir sin él. Constructoras privadas podrían haber hecho canales si no las ahogaran con regulaciones. Empresas de seguros habrían incentivado prevenir riesgos. Meteorólogos independientes, sin depender de subsidios, podrían haber afinado alertas. Pero el Estado monopólico prefiere recaudar, advertir en papers y luego lavarse las manos cuando el agua sube. Decir que «sin Estado las víctimas estarían a su suerte» es un chantaje emocional que no resiste análisis. Con Estado, las víctimas estuvieron igual a su suerte: el agua entró por las ventanas mientras los informes de CONICET juntaban polvo. La falacia del nirvana nos vende un héroe que no existe: un Estado que, en la práctica, es más un obstáculo que una solución. Si el mercado no «advirtió», como dice el ex funcionario, es porque el Estado lo tiene maniatado, no porque sea incapaz. Bahía Blanca no necesita más defensas del statu quo. Necesita menos discursos y más libertad para que los que producen —y no los que recaudan— resuelvan lo que el Estado promete y no cumple. El penalista puede seguir soñando con su nirvana estatal; los bahienses, mientras palean barro, ya saben que ese sueño es una pesadilla.