
Germán Marini, presidente del Concejo Deliberante de Bragado, usó la Apertura de Sesiones Ordinarias 2025 para desplegar un discurso empapado de colectivismo peronista, pidiendo «consensos» y «puentes» mientras enfrenta un juicio de apremio por deudas de patente ante ARBA en el Juzgado Contencioso Administrativo de Mercedes (Expte. 33055).Sus palabras no solo chocan con su doble moral –aumentar tasas al 100% mientras está en mora con el pago del impuesto automotor de una camioneta Chevrolet S10 desde el 2018 –, sino que reflejan una tendencia política en la provincia de Buenos Aires marcada por la uniformidad disfrazada de fragmentación partidaria. Marini alabó los 200 proyectos tratados en 2024 y llamó a evitar divisiones en un año electoral, invocando «memoria, justicia y verdad». Esto es un manifiesto colectivista que apesta a intervención estatal. Su obsesión por el consenso no es un llamado al diálogo, sino una exigencia de uniformidad que aplasta la libertad individual. Esos 200 proyectos no son un logro; son 200 oportunidades para que el Estado meta las manos en la vida de los ciudadanos. El rechazo de Marini a quienes «esperan que la sociedad se divida» revela su miedo a la disidencia, un pilar de toda sociedad libre. La división no es un problema: es la expresión natural de individuos soberanos que rechazan ser rebaño. Su visión peronista, en cambio, idealiza un Concejo Deliberante como árbitro supremo, un ente que bajo la bandera de la «justicia social» justifica subas de tasas del 100% mientras él mismo esquiva impuestos. Hablar de «verdad» desde esa posición es una burla: la única verdad que defiende es la del poder estatal sobre el individuo. La provincia de Buenos Aires muestra una paradoja política: una aparente fragmentación de partidos que, en la práctica, converge en una uniformidad ideológica estatista. El peronismo, con figuras como Marini, domina el paisaje, pero su hegemonía no es monolítica. Se fragmenta en facciones –kirchneristas, massistas, peronismo ortodoxo– que pelean por el control de la maquinaria estatal, no por principios. Esta fragmentación es cosmética: todos comparten la fe en el Estado como proveedor y regulador, difieren solo en quién lo maneja. Otros bloques, como el PRO o la UCR, a menudo terminan cooptados o adaptándose al juego peronista, diluyendo cualquier oposición real. Marini celebra la «diversidad ideológica» en el Concejo, pero esto es una ilusión. La diversidad que cuenta –entre estatistas y defensores de la libertad– brilla por su ausencia. En Buenos Aires, los partidos tienden a una uniformidad práctica: más impuestos, más regulaciones, más poder para el Leviatán. La fragmentación solo sirve para negociar cargos y prebendas, no para cuestionar el sistema. Mientras los partidos se pelean por las migajas del poder, el ciudadano queda atrapado bajo un Estado que crece sin freno. El colmo de la hipocresía de Marini es su situación personal frente al impuestazo que avaló en la Ordenanza Fiscal e Impositiva del 2025. Las tasas municipales subieron un 100%, un atraco a los contribuyentes justificado por las necesidades del municipio. Sin embargo, él enfrenta un juicio de apremio de ARBA por no pagar el impuesto automotor, una deuda que lo pone en la mira de la justicia en lo contencioso administrativa de Mercedes. ¿Qué autoridad tiene para exigir sacrificios a los vecinos cuando él mismo se niega a cumplir? Esta doble moral es la marca del peronismo: reglas para los demás, privilegios para los suyos. Su deuda con ARBA no es solo un escándalo personal: es el símbolo de un sistema que castiga al productivo mientras protege al parásito político. El peronismo de Marini no construye puentes; levanta murallas entre una elite intocable y una sociedad exprimida