“Cuando me imagino vieja, realmente vieja, cuando intento proyectarme dentro de cuarenta o cincuenta años, lo que me resulta más doloroso, más insoportable, es la idea de que ya nadie me toque. La desaparición progresiva o repentina del contacto físico.
Quizá la necesidad ya no sea la misma, quizá el cuerpo se retraiga, se acurruque, se
entumezca, como durante un largo ayuno. O quizá, por el contrario, se queje de hambre, una queja muda, insoportable, que ya nadie quiere escuchar.”
Estos párrafos, en las palabras de Delphine de Vigan, desnudan algo muy profundo.
¿Qué nos pasa con el contacto físico? O, mejor dicho, con su ausencia.
Soy una convencida de que el roce de la piel es vital; no digo nutricio, digo esencial. Una especie de cordón umbilical por donde llega vida. Sin él, no hay nada. Y creo que ese ayuno, a veces, es vacío, a veces es prohibición, y que no solo lo sufren los viejos. Nuestros cuerpos jóvenes pueden sentirlo de la misma manera o peor aún: recibir el contacto sin que nos llegue nada de sustento a través suyo. No todo tacto es vivificador. No siempre nos recorre la piel una corriente eléctrico-sensual-emocional cuando alguien nos roza ni decodificamos placer, bienestar, afecto.
Y como en el ayuno prolongado, el cuerpo, como suele decirse “se come sus propias
reservas”, en la abstinencia del contacto nos vamos despojando como una pared a la que se le quitan sus cuadros, sus luces, sus capas de pintura…Va quedando el esqueleto, la armazón fría, una estructura desposeída, la misma que compartimos con el resto de los individuos, porque lo que tenemos de originalidad y de luz solo se construye con un otro.
Renunciar a él o que renuncien a nosotros es andar vestidos solo con la carcasa. Somos únicamente un esbozo de persona si no amamos ni nos aman. Y es plenamente discutible cuánto amor hay si no nos acarician. Y es que esa caricia no necesita ser de ningún tipo en especial; solo ser. Puede tratarse de un abrazo, de una mano en la espalda, de un acercamiento, de una mirada… Amo a la gente que se toca aún sin tocarse, que se palpa con palabras, con guiños, con sonrisas. Me repelen quienes creen acariciarse cuando son incapaces de transmitir algo valioso en esos intercambios. Caja vacía, fraude de envase sin contenido o con materia falsa. Ese contacto es insultante; es abusivo. Incomoda, desasosiega, depriva.
Puede que alguien tema tocar, acercarse. Puede que alguien tema que lo abracen. Temor, malestar, ansiedad…Como sea, el desafío es ir por más de lo sustancioso, porque la comunicación real no es tal si somos ciudades amuralladas, castillos inexpugnables rodeados de una fosa de distancia y frialdad. En esos escenarios, la fosa convertía en isla el castillo y el puente levadizo, que había surgido con la intención de proteger a los habitantes de la fortaleza, subiéndolo ante una amenaza, bajándolo para permitir el tránsito hacia y desde el alcázar, es una imagen más que oportuna con la cual parangonar este tema del contacto. Claramente, no es cuestión de que cualquier intruso acceda a nosotros pero, tal vez, tengamos dañadas las bisagras y oxidadas las cadenas y el puente ya no baje nunca.
No es protección: es reclusión e incomunicación.
Quizá debamos interrogarnos a nosotros mismos sobre esto. Puede ser que haya que
bloquear ciertos avances y alentar otros.
Un castillo aislado es más vulnerable. Sus recursos se agotan. No resiste. Debemos dejar entrar suministros vitales y retirar desechos para que el aire permanezca puro y no se enrarezca. Brindo por subir el puente y los invito a hacer lo mismo.
¡Hasta la próxima!
de Vigan, D. (2021). Las gratitudes. Barcelona: Anagrama.