Te voy a contar una historia, quizás te parezca absurdo el abordaje o te atrevas a escuchar el contenido con paciencia y admiración. Soy tu árbol genealógico. –¿ Un árbol habla?–¿Por qué no?–Cada uno de nosotros somos como palabras silenciosas del ayer, a veces florecemos y damos frutas maravillosas, y otras, –las más odiadas–, somos como hojas que nos secamos, cayendo al suelo para que todo el mundo tenga el poder de pisotearnos.
En un pueblo de la región pampeana, Argentina, donde la humedad corroe los huesos, vivía Angélica Eugenia Figueroa Martínez. Mujeres fuertes las hubo y las habrá, pero estoy seguro, que no salieron de aquella rama de los Martínez; flojos, perezosos, vagos, de una concepción muy distinta a su otra rama contigua, los Figueroa. Ellos sí sabían lo que era el trabajo duro, y más aquel que se daba en su campo,–que como os he contado–, la humedad hacia que todo fuera más pesado, aún más la tierra que se volvía como lodo ante el arado romano, que sus viejas y arrugadas manos de ochenta y cuatro años, guiaba con dificultad. No sólo era vieja la idea de arar la tierra a mano, sino que ante la competencia, había pasado a ser inútil. Pero sus ojos verdes claro, nada le aclaraban ante la negrura de los pensamientos cuando se cerraban al cambio.
Uno de sus sobrinos nietos, –Adolfo–, tenía que ayudarla todas las tardes después de la escuela como un sagrado acto religioso, mandato impuesto por su madre, Antonia Eusebia López Figueroa, –nueva rama–, pero no tanto para cambiar del todo su pensamiento, y no apreciar la vieja escuela de cosechar lo que se siembra. La cuestión es que allí estaba Angélica, doblada al medio bajo el sol de la tarde, y junto a ella Adolfo, discutiendo otra vez por lo mismo. –El arado obsoleto–. El muchacho era práctico, moderno y, como casi todos los jóvenes de diecisiete años, buscaba no estar todo el día culo para arriba y cabeza hacia abajo como el avestruz. Más bien, si tenían que compararlo con un ave, prefería parecerse al pavo, mostrando los bellos músculos y abdominales que ejercitaba a diario en el gimnasio. –El arado eléctrico era la solución–
En ese preciso momento Angélica desempolvo con un hermoso gesto de manos curtidas, la “chistera” que cubría su linda cabellera de ochenta y cuatro años, y comenzó a liberar todo el compendio que su experiencia había fabricado en su interior por los años en el mapamundi tallado de su vida.
Angélica, no era contraría en absoluto a la tecnologías modernas, e incluso sabía de su uso en práctica cuando era preciso aplicarlo en ese presente que de algún modo intentaba desplazarla. Ella aplicaba su inteligencia a cada momento sin despreciar lo antaño; y si lo antiguo no había sido superado por lo práctico por un artilugio moderno que en este caso no le llegaba ni a cinco centímetros del interior de la tierra. Por todo eso, ella defendió el uso del arado romano, tirado por el viejo burro blanco del vecino, que de vez en cuando se colaba por el lindero en su propiedad.
Mientras Adolfo ejercitaba la instantánea fuerza de sus músculos, ella establecía la eterna fuerza de la experiencia y la belleza del amor.
Estaban los dos mirando la tierra, el arado arcaico, el arado moderno y ninguno se atrevía a decidir por cuál de ellos utilizar para la obra de labranza. En ese momento la luz aclararon las dudas de los contendientes. Se dieron cuenta, que el arado romano no podría cubrir el reducido espacio entre los árboles y en ese espacio se utilizaría el arado eléctrico y en todo el espacio abierto utilizarían el arado romano como mandan los cánones de la historia.
Tanto Angélica como Adolfo tenían algo en común y no era solo la sangre que corría por sus venas. Los dos tenían en común el valorar lo mejor de cada uno sin tener en cuenta las diferencias que marcaba el tiempo. En esto, los dos eran semejantes como dos gotitas de agua de un mismo cielo que regaba el árbol de sus vidas.