La tragedia Antígona, de Sófocles, del siglo V antes de Cristo, habla de la desmesura, del exceso y de sus costos, pero también, del poder de la toma de decisiones y del coraje.
Se trata de que dos hermanos, Polínices y Etéocles, ambos hermanos de Antígona y de
Ismena, (los cuatro, hijos de Edipo), combaten por el trono de Tebas. Ambos mueren y
Creonte, su tío y nuevo rey de la ciudad, decide enterrar a uno de ellos, Etéocles, que
combatía a favor de la ciudad, adecuadamente y con todo rito; en cambio, para Polínices, que según él, venido del exilio quiso arrasarla, dictamina:
“(…) ha sido pregonado a esta ciudad que nadie ni lo honre con la tumba ni lo llore
sino que se lo deje insepulto, como un cuerpo a devorar por las aves rapaces y los perros, espantoso de ver.” (Vv.203-206).
Antígona no lo acepta: ella dará sepultura a su hermano excluido y castigado. El rey no se lo perdonará: la enterrará viva aunque con agua y comida para no ser él el culpable de su muerte. De esta historia hay muchísimo para contar y, por eso, su lectura es ineludible.
Hoy quiero tomar solamente algunas citas.
La primera es de cuando Ismena decide posicionarse en la vereda opuesta a la de Antígona y no acompañarla en su tarea. Para ella, se trata de un imposible y no hay que perseguir imposibles. Antígona, entonces, le dice: “Si hablas así, no sólo por mí serás odiada sino también al muerto vas a hacerte odiosa con justicia.
Pero deja que yo y mi imprudencia suframos esta cosa tremenda; pues no voy a sufrir
nada que impida para mí una bella muerte.” (Vv. 93-97).
Antígona habla de justicia y de odio. Enarbola su “imprudencia” y se le anima a lo que para ella es un deber y, entonces, la lleva a una “bella muerte”. No la frenan los supuestos, la obediencia, el miedo, el riesgo… Su sentido de lo correcto lo avasalla todo. Ya antes le ha dicho a Ismena:
“Tú sé tal como te parezca; yo voy a enterrarlo; bello me sería morir por hacer eso.” (Vv. 71-72).
¿Por qué morir? Porque Creonte dispuso ese fin para quien no acatara su norma.
Pero Antígona elige qué normas valen para ella la pena y cuáles, no. Las dictadas por un hombre no lo valen. Por eso nada la detiene. Tampoco la falsedad, y cuando Ismena quiera luego declararse cómplice suya, Antígona no lo tolerará.
Para Antígona, decidir es una acción con un enorme peso. Una acción en sí misma que
acarrea tareas, acuerdos y desacuerdos, y que también acarrea verdades y consecuencias. Así se lo dice claramente a su hermana:
“Tú elegiste vivir; y yo en cambio morir.” (V. 555).
Es decir: costos, compromiso, quiebre…
Se suponía que Antígona era amada y que su vida estaba segura; también, que pronto se casaría con Hemón, hijo de Creonte. Nada de esto pudo disuadirla. No interpuso ninguna estabilidad ni ninguna prerrogativa ante lo que ella consideraba un atropello atroz, una injusticia (y escojo estos sustantivos a sabiendas del anacronismo existente).
Leyendo esta obra, repasando sus palabras, la figura de Antígona refulge inexorablemente, incluso a pesar de no ser la suya la de mayor tiempo protagónico. No interesa: ella es el centro y el eje de todo lo que allí sucede, antes y luego de su entierro, del propio.
Antígona interpela, juzga, cuestiona, sostiene, actúa. No admite arbitrariedades ni
pusilanimidad. Ella emprende lo que decide hacer, aunque sea en soledad. Y no se le achica a la tiranía ni al miedo.
Y sin embargo, podríamos pensar que se excede. Lo mismo que Creonte.
Él también tenía sus razones, que creía válidas, para decidir lo que decía.
Leemos un parlamento suyo que habla de patria, de no querer hacer distinciones entre
parientes y no parientes, de buscar engrandecer a la ciudad.
Es interesante que tanto Antígona como Creonte se refieran al callar por miedo.
Dice él: “Pues a mí todo aquel que, al dirigir una ciudad entera, no adopta las mejores decisiones, sino que por un miedo mantiene su lengua encerrada, me parece ahora y siempre el más malo; y al que antes que a su patria tome en cuenta
a un ser querido, no lo llamo mejor en absoluto.” (Vv. 178-183).
Dice Antígona: “(…)Y todos éstos te dirían que eso los complace
si no tuvieran la lengua encerrada por miedo. Pero la tiranía es feliz en muchas cosas
y puede hacer y decir lo que prefiera.” (Vv. 504-507).
“Lengua encerrada por miedo”. Ninguno lo quiere y cada uno, a su modo disipar, se rebela contra esto.
Pero ambos, tío y sobrina, pierden mucho en este exceso: Antígona, la vida; Creonte, las de su hijo y su esposa quienes se matan por el devenir de los hechos.
Cierro entonces con las palabras que Hemón, novio de Antígona, hijo de Creonte, expresa a su padre sobre el tema: “Ahora entonces no te atengas a un único carácter,
que lo que afirmas tú, y nadie más, es lo correcto. Porque el que cree que sólo él razona, o tiene lengua y alma y nadie más, al abrírselo se ve que está vacío.
En cambio que un varón, aunque sea sabio, aprenda muchas cosas y no sea demasiado inflexible no es ninguna vergüenza.” (Vv. 705-711).
Y un remate final… El adivino Tiresias también aconseja a Creonte y le dice:
“Razona entonces estas cosas, hijo. Pues errar es muy común en todo ser humano;
pero una vez que erró, no es ya imprudente ni desdichado el varón que, cuando cae
en algo malo, no se queda inamovible y lo repara. La obstinación condena a la torpeza.” (Vv. 123-128).
Mucho para pensar acerca de los argumentos que nos dan y que nos damos a nosotros
mismos. Mucho también para esclarecer sobre cuando el miedo nos encadena la lengua y sobre cuando solo se nos ocurren excesos fatales aunque sean bellos y heroicos…
Hasta la próxima.
Sófocles. (2007). Antígona. Introducción y notas de P. Ingberg. Bs. As.: Editorial Losada.