
Entrar a la casa de “la Pochi”, es entrar al Bragado de entonces, aquel que olía a familia, a las pastas de los domingos, a los buenos momentos.
Hoy nos cuenta Nancy, su hija «La tana Calabrase» que fue duro tener que irse a trabajar a 230 km. Y aunque cada vez que venía a Bragado, se volvía a Capital Federal acompañada de los tapers de la Ponchi, muchas veces se sintió sola en el corazón de Villa Crespo. ¿Será porque nunca no vamos del todo del lugar de pertenencia?
«Me negaba a irme» dijo con la voz baja, recordando que a los dieciocho años había
muerto su papá, pero enseguida le volvió el tono cuando pronunció el nombre de Javier, ese noviecito que a los veinticinco años «en la puerta de esta misma casa» le dijo: ¡no te quiero más! Bragado, no estaba siendo tan agradable como
aquellos años setenta y siete, en que la familia Calabrese se mudó desde Baudrix – Anderson. Los buenos recuerdos se estaban poniendo algo turbio, así que sin pensarlo demasiado armo las valijas y se fue a vivir a la casa de su amiga Mariana -Capital Federal-. Al año siguiente cambio de empleo, el mismo que hasta hoy en día conserva, y bueno… se fue aquerenciando un poco aquel lugar, vinieron nuevos amigos, nuevas experiencias y también nuevos conflictos. Un problema común a todos los exiliados de
Bragado -por el motivo que sea- es el tiempo, y más cuando se trabaja en una oficina de lunes a viernes como es el caso de Nancy. – Llegó el sábado a las corridas para irse el domingo también a las corridas- . Tirano, dijimos las dos -casi a coro- refiriéndonos al reloj que lo quiere controlar todo y que nos deja poco espacio para dedicarle al amor. Al amor de madre, de hermanos, de sobrinos, de amigos; en definitiva, al amor que el pueblo nos metió por vena en nuestro ADN -somos bragadenses- ya sea
porque somos hijos naturales o adoptivos. Le preguntamos a Nancy si volvería a irse, y la respuesta fue: «me lo pensaría» Y es normal, todo cambia de acuerdo a la historia personal.
Nos interrumpe la conversación “la Pochi” –si no fuese por la fe hay cuestiones que serían muy difíciles de llevarlas–. Nancy la mira con admiración y ternura, “la Pochi” tiene ochenta y cuatro años, y tres hijos: Emilce, Jorge y Nancy. Los nietos ya están grandes, algunos se fueron un poquito más lejos –del otro lado del charco grande– son los amores de la tía Nancy, que me muestra con orgullo un tatuaje con las iníciales de sus nombres.
El domingo fue día de pastas y los tres hermanos estuvieron juntos alrededor de la mesa, “la Pochi” estaría feliz como entonces, los vería comer, sonreír y sus emociones quizás estarían un poco descontroladas «a esta edad no le importa» pues ella sabe que mañana volverá a ser lunes, y cada uno volverá a su rutina, se irán a sus casas, a sus cosas. Nancy quizás «en la jungla de cemento» se vuelva a replantear en regresar al pueblo, a disfrutar del campo, andar en bicicleta, a tomar unos mates con los amigos, a vivir aquellas pequeñas cosas que echa de menos y son cosas sencillas, que como nos dijo ella: no tienen precio.