“La existencia no es un problema, es un misterio.” Yo, en realidad, lo diría de
otra forma. Diría: “La existencia no es un problema, es una experiencia.” No vinimos al mundo a solucionar la vida. Extraña pretensión es la nuestra: frutos secundarios de
una evolución natural, cuyo desarrollo ha tomado miles de millones de años, venimos
a decir cómo deben ser las cosas. Tú serás bueno, tú serás árbol, y tú serás programador. La preocupación es el modo anímico directo que expresa esa misma perspectiva: somos responsables (o más bien culpables) de la forma de todas las cosas. No liberarás tus fuerzas para que hagan su camino, disfrutándolas. Pisarás el freno
y tragarás tu propia amargura: acá vinimos a preocuparnos.
No dejarás que tu fuerza crezca y se despliegue, rumiarás el descontento de todas
las generaciones que te precedieron (tienes un compromiso con ellas, imberbe), y no
te permitirás ninguna inocencia (naciste para cargar con el peso de la existencia
encerrada, no para andar disfrutando de lo posible.) Ni es lo tuyo mirar de nuevo, a ver qué ves, naciste con hipoteca.”
En estas palabras, Alejandro Rozitchner nos trae una vuelta de rosca de ese pensamiento común en los seres humanos, que vivir es sinónimo de estar constantemente en alerta. ¿Realmente significa eso?
Pienso que con el paso del tiempo nos fuimos volviendo más automáticos, nerviosos y superficiales. Cada vez nos sorprendemos menos y damos todo por hecho; está todo
naturalizado. Con los avances tecnológicos parece necesitarse menos pensar, moverse y actuar. Prácticamente, está desapareciendo la esencia del ser humano, esa esencia
que en un principio se asombró con la cálida luz del fuego o al ver un cielo completamente iluminado por la luz de unas minúsculas figuras en lo alto. ¿Alguno
sabe dónde quedó todo eso? Esa falta de profundidad es lo que nos hace perder el foco
de nuestra existencia y nos conduce a pensamientos extremadamente externos. Ya
no interesa saber el origen del universo, sino crear el arma más poderosa y dañina. Ya no interesa buscar conversaciones interesantes sino subir a Instagram lo “perfecto” que fue el fin de semana. Ya no interesa buscar la belleza, sino comprar lo que está de
moda en el supermercado. Ya no interesa reír o llorar, sino que me vean haciéndolo.
Ahora, yo me pregunto: cuándo y cómo cambió tan drásticamente nuestro interés.
¿En qué momento nos convertimos en estas personas que se preocupan más por que
no se moje la ropa que recién tendimos en la terraza que por el fin del mundo o todos
aquellos enigmas del universo que todavía no han sido respondidos?
Y tal vez alguno (o muchos) de ustedes esté pensando que no vale la pena, que es inútil o imposible hallar una respuesta certera a todos estos interrogantes de nuestra existencia y estaría en lo cierto en una sola cosa: realmente es imposible hallar una única respuesta a los misterios existenciales que nos rodean, pero se equivoca quien piensa que es inútil o que no vale la pena, al menos, buscar o indagar sobre la muerte, el dolor, la felicidad, el fin, Dios, los orígenes, etc.
Hay veces en que no necesitamos la verdad; tan solo necesitamos algo para dormir tranquilos. Algo en lo que creer. Nuestra verdad. Porque no podemos (o no queremos)
vivir con esa plena incertidumbre. No podemos permanecer en la duda y es por eso que con la primera respuesta que encontramos y que nos convence, al menos un poco,
nos quedamos, muchas veces de por vida. Yo sugiero, no quedarnos con esa unívoca
respuesta, sino ir más allá. Propongo desafiar a nuestra propia cabeza y profundizar en todo aquello que, dicho coloquialmente, “no nos cierra”. De esta manera, no solo vamos a ir creciendo y aprendiendo a vivir sino que, pienso yo, vamos a volver a adquirir esa esencia que el humano fue perdiendo con el paso de los años.
Vamos a entender que nuestra existencia no se basa en la seguridad y en las certezas
sino todo lo contrario: se basa en los interrogantes y convivir con lo indefinido.
Hasta la próxima. Rozitchner, A. (2010). Ganas de vivir: La filosofía del entusiasmo. Bs. As.:Editorial Sudamericana (p.44)