Nota 4
Así comienza el Poema de Mii Cid, el cantar de gesta de la Castilla medieval, de autor anónimo.
“y Aquiles lloraba por su propio padre y a veces también/ por Patroclo; y los gemidos se elevaban en la estancia.”
Así casi concluye la Ilíada, el gran poema épico de Homero que data de tantos siglos antes de Cristo.
Llantos.
El Cid, héroe batallador, llora porque lo han enviado al destierro y debe partir, dejándolo todo.
Aquiles, terrible guerrero, tiene varias razones por las cuales llorar, pero lo hace porque delante suyo está Príamo, el anciano rey, que fue a pedirle el cadáver de su hijo, el héroe troyano Héctor, a quien Aquiles mató, no tanto para conquistar su ciudad, cuanto para vengar la muerte de su amigo Patroclo.
Llantos. Llantos de héroes.
Lágrimas que se escurren en seres fuertes, acostumbrados a la guerra, al dolor, a las exigencias; lágrimas que están allí marcando un quiebre, una aceptación, el reconocimiento tácito de un adversario superior: lo incontrolable, la vida…, y entonces, tanto el Cid como Aquiles, recurren a Dios o a sus dioses
Dice el primero:
“¡Gracias a ti, Señor padre, que estás en lo alto!”
Y el segundo:
“También me doy cuenta en mis mientes, Príamo, y no se me escapa / que un dios te ha traído a las veloces naves de los aqueos. / (…) / Por eso no me remuevas ahora aún más los dolores en el ánimo, no sea que yo, anciano, no te deje en las tiendas tal cual, / aunque seas un suplicante, y que de Zeus viole los mandatos.”
(Eso del “suplicante” y su importancia para los griegos, ya lo retomaremos otro día.)
Llantos.
En esos llorares, héroes tan disímiles como el Cid y Aquiles, se igualan. Su llanto los humaniza. Solo que es interesante que el Poema de Mii Cid comience con la escena del llanto, y que la Ilíada se cierre así, porque la imagen es del Canto XXIV, el último. Y si bien el Cid es amable, mesurado equilibrado, y Aquiles es furioso, irritable, intempestivo, ambos lloran: el Cid, de entrada, por lo que va a dejar, por lo que le espera, porque se ha hablado mal de él; Aquiles, porque después de los enojos, de la guerra, de la amistad, de las jerarquías y la venganza, tiene lugar la compasión.
¿Y quién no llora?
Pienso en las lágrimas, en su veta biológica y hasta puedo indagar acerca de su composición físico-química. ¿Qué nos dice ella?
Nada, nada que hoy me sirva.
Las lágrimas se forman en nuestros ojos y los abandonan y, al contrario de lo que algunos dibujos animados nos muestran, no saltan al vacío: se arrastran y nos dejan surcos húmedos. Ellas se destierran solas; se llevan muchas veces imágenes, recuerdos, emociones… En realidad, corrijo, se llevan algo así como sus fantasmas, la impresión doliente. Los recuerdos siguen en uno porque ellos no están en los ojos si o más adentro, en algún territorio reservado, y por eso no pueden ser llevados.
Esa cálida lluvia de las lágrimas que nos circula por el rostro, nos humedece y nos limpia, nos hace más humanos y a veces, nos vuelve casi niños, porque nos sacude aunque ahora seamos adultos. Y porque es equivalente mi tristeza de hoy con la de la chiquita que fui a quien se le cayó el helado o se le voló el globo en la calle.
Y es que las lágrimas dicen “presente” cuando algo se nos escapa y se nos vuela algún globo. El de la expectativa, el de la ilusión, el del deseo…
El globo se nos escapó. Las lágrimas llegan. Pasan por nuestra piel, quizá para lavar esa pequeña catástrofe que estamos sintiendo. Nos purifican.
Cómo al Cid; como a Aquiles…
Pero también es cierto eso de que “no hay mal que dure cien años” y que a veces, por suerte, lloramos de alegría.
Hasta la próxima. -Anónimo. (2018). Poema de Mio Cid / con prólogo de Leonardo Funes. Buenos Aires: Colihue Clásica, ps. 3-4
Homero. (2000). Ilíada. Madrid: Gredos, ps. 497 y 499.