Ella tenía la llave y no por haberla robado. Él, después de meses de jugar a dársela y a
quitársela, se la entregó por fin en un sencillo acto que coronaron un beso y un “Te
amo”. Y así, casi sin poder creer en tanta fortuna, ella empezó a abrir varias veces al día esa vasta puerta que conducía al paraíso, es decir, a él.
Incluso tenía copias mejoradas de la llave que él mismo le había dado: una para los días de duda; otra, para los de mal humor; otra, para las tardes con lluvia…
Y cada vez que ella colocaba ese sucedáneo de pasaporte en la cerradura que al
principio le había parecido infranqueable, el instrumento calzaba perfectamente y giraba con facilidad, y entonces el acceso restringido, cedía. Una vez adentro, alfombras de caricias, guirnaldas de cielo, aroma de belleza…
Llegó a creer que siempre sería así, que aquella fortaleza que le había sido permitida por excepción, siempre estaría accesible, y que nadie más tendría tal privilegio, nunca.
Y, sin embargo, una mañana la cerradura dio una gran lucha. Ella lo notó pero también lo desestimó. Se dijo que la fiesta sería incompleta sin su presencia en el castillo, y descansó. Una tarde, de nuevo, volvió a costarle entrar.
Él comenzó a hablarle de posibles cambios en el sistema de seguridad y ella, que se
creía imprescindible, lo escuchaba desde lejos.
Pocos días después, ya no pudo entrar. Por muchos intentos y forcejeos que hiciera, casi hasta romper el valioso elemento, éste no halló su camino y ella se quedó afuera,
pensando que tal vez adentro, detrás de la barrera del obstáculo, risas y música dolerían su ausencia. Un día pudo entrar forzando el acceso: no había fiesta, ni caricias. No más guirnaldas ni aromas.
Todavía alguna vez, se le permitió tener un pase transitorio que solo habilitaba
recorridos breves y superficiales. ¡A ella, que había conocido hasta los rincones más
escondidos de ese espacio! Un día cualquiera, finalmente, ya no pudo ingresar.
Se quedó llorando y pataleando en el porche.
Nadie le abrió. Nadie se acercó a darle una explicación tampoco.
Envió entonces mensajes vestidos de susurros, voces, sueños, llamados…, pero todos le fueron devueltos sin abrir; sin leer. Se ocultó entonces en territorios improvisados.
Pasaron veranos e inviernos, tristezas y alegrías…la vida.
Dejó de transitar las avenidas del recuerdo.
Una tarde oscurecida, mucho después, e un bar, buceando en su cartera al acecho de sus anteojos, su mano volvió a sentir el frío del metal.
Se estremeció. Sus dedos reprodujeron sin pensarlo siquiera el movimiento de aferrar el objeto esquivo, lo sacaron y lo colocaron entre el pocillo de café y el vaso de agua. Allí estaba la vieja llave, la contraseña exclusiva, ya vencida, de aquella felicidad perdida. La miró. Sus ojos se nublaron un instante y se bañó en un sudor de memorias de caricias, de cielo y de belleza. Solo un momento.
Pagó y se fue, dejándola allí, sobre la mesa de madera, sola y anónima.
No había peligro de que alguien la buscara para devolvérsela: ella nunca antes había
estado en ese bar y, claramente, nunca regresaría a él.”
Este pequeño texto, bastante melancólico, lo escribí hace muchos años. Siempre me
pareció que la vida nos hace transcurrir por distintas geografías, algunas más soleadas
que otras, y que cada una tiene lo suyo, sus aprendizajes. Algunos, sabemos, duelen. Y
mientras alguno puede creer que se trata de una metáfora del amor perdido, otros
creerán que hablo de la infancia o de la adolescencia o de las vacaciones que se
terminan, ¿quién lo sabe? Es claro que nuestros accesos a ciertos espacios prescriben o
que nos echan de ellos o que ya no nos interesa visitarlos. ¿Cuántas veces forcejeamos
para entrar en un personaje que ya no somos, en una época, en una historia, en unas
palabras en las que ya no se reconocen nuestra voz ni nuestra autoría? Pero la tentación de mantener las rutas conocidas y que creemos seguras, suele ser muy fuerte. Y más de una vez desconocemos las señales de que el tiempo, ese tiempo, está por agotarse. El “Game Over” no solo está en los videojuegos. Y cuando la partida se termina, especialmente si no pudimos ni preverlo, nos quedamos desconcertados, quizá también desconsolados, anhelando una respuesta que en realidad sea una mezcla de consuelo y de “¿Querés la sortija para dar una vuelta más?”, y si decimos que sí, esa vuelta no es real, es una despedida patética, un simulacro de que todo está bien, un ratito más en la plaza antes de internarse a hacer los largos deberes el resto de la tarde. Por eso, en esos casos, tal vez sea mejor, entender que cuando la llave no abre, no abre. ¿Y para qué forzar?
Y también comprender que cuando sí abre, no hay que perderse ni un solo segundo de
placer, de vértigo, de cosquillas, de gratitud, de risa…
Es cierto que en ocasiones maltratamos la llave o nos “portamos mal” cuando nos dejan entrar; otras veces, somos cobardes, mediocres, y no hacemos nada por ganar un espacio con derecho propio. Otras, simplemente, nos privan del acceso vaya a saber por qué, quitándonos la llave o cambiando la cerradura. Quizá la clave sea siempre tener espacios propios, más allá de lo maravilloso que pueda ser ir de visita adónde nos inviten y nos esperen.